Olas
Las olas rompían impetuosas contra la costa. Mientras el horizonte de mi pecho se teñía de un rojo cobrizo y el vacío se hizo uno con cada una de las distintas tonalidades de azul que bullían bajo el espejo del océano.
Este era mi pecho, ésa era su forma y lo que comenzaba a irse me dolía entre latidos.
Dejé un espacio, la cueva inmersa entre la tierra y el agua,
debatido espacio entre habitáculos de rostros distintos
y mucho
pero mucho
espacio en blanco.
Las palmeras danzaban frenéticas, silbando canciones de llanto con el viento siempre en cambio, y las olas rompían, pulverizándose en las rocas. La oscuridad del océano se liberó de las ataduras del horizonte y su tinta penetró sus fibras, esparciéndose en ríos cada vez más tenues y crispantes.
Así el espacio que era mi cuerpo, mientras la mente tenía una suerte de encuentro letal contra la muerte.
Era una suerte de encuentro nada más (menos mal), cuya letalidad era contundente (a la manera del fugaz silencio entre el destello y el rugido del trueno) y en definitiva, un “una a una” contra la muerte:
Nos miramos a la cara, la tibieza de mi espiración creó ríos de gotas tibias sobre los huesos de sus mandíbulas y de su orificio nasal (desposeído de contornos) brotaba un aliento inverso.
Horizonte desdibujado, esfera de agua oscura avanzando como un tsunami de tiempo ralentizado. Las olas no rompían más, sino que bullían en una furia que llegaba de lejos y culminaba en ellas, sobre la espuma del tiempo contenida en sus crestas transitorias.
Mientras, por fuera del cuerpo, llovían gotas someras pero cargadas de una infinidad de cristales salados, brillantes ante el sol calcino en picada.
Los rayos que anunciaron la tormenta: lejanos,
y las gotas que sumaban la tormenta: espesas,
como la densidad de una noche sin luna en la costa
a la merced del viento ausente;
y las estrellas, semiocultas entre oscilantes luces
nubes
y niebla.